Hace ya muchísimos años, tantos que no podría contarlos, en la fértil tierra de Lough Neagh (literalmente, «Lago Azul») existió un hombre muy, pero muy pobre, que vivía en una humilde choza, a la orilla del río Bann, cuyas aguas turbulentas bajan de las sombrías laderas de los montes Anthrim.
Lushmore (en gaélico, significa literalmente «dedal», y se aplica a los sombreros de los leprechauns por su forma), a quien habían apodado así los lugareños, a causa de que siempre llevaba en su alto sombrero de rafia una pequeña rama de muérdago, como la que los leprechauns (el término leprechaun, literalmente «zapatero de un solo zapato», define a un elfo, es decir una de las múltiples divisiones de los seres elementales: elfos, gnomos, hadas, duendes, ninfas, etc. Son oriundos de Irlanda, bajos, de cuerpo rechoncho, nariz muy colorada y cara arrugada como la de un anciano. Su vestimenta incluye una chaqueta verde, un ancho cinturón y un sombrero alto con una gran ala redonda y una cinta con una hebilla en el frente, donde colocan una rama de muérdago) ponen en las hebillas de los suyos, tenía sobre su espalda una gran joroba, que prácticamente lo doblaba en dos, como si una mano gigante hubiera arrollado su cuerpo hacia arriba y se lo hubiera colocado sobre los hombros. Tal era el peso de ese enorme apósito de carne, que cuando el pobre Lushmore estaba sentado -y lo estaba casi todo el tiempo, pues sus flacas piernas apenas podían sostener su cuerpo-, quedaba doblado por la cintura, con su pecho apoyado sobre sus muslos, única manera de sostener el peso de su giba.
Si bien la gente de los alrededores lo trataba con deferencia, pues su trabajo de maestro mimbrero era muy cotizado en la zona, corrían ciertas historias sobre él, quizás provocadas por la envidia de sus magníficas labores, y los lugareños tenían cierta disposición a evitarlo cuando se cruzaban en algún lugar solitario ya que, aunque la pobre criatura era tan inofensiva como un bebé de pecho, su deformidad era tan grande que asustaba a sus vecinos, que apenas podían considerarlo un ser humano. De él se decía, por ejemplo, que tenía un gran dominio de la magia, y que podía mezclar pócimas y brebajes, y preparar encantamientos para enloquecer a un hombre, aunque lo cierto es que nunca nadie lo había comprobado personalmente.
Lo cierto es que Lushmore poseía unas manos realmente mágicas para trenzar todo tipo de juncos y mimbres, para tejer cestas y sombreros, y cuando no se encontraba sentado en su insólita posición, solía recorrer los alrededores, recogiendo los materiales que luego transformaba en verdaderas obras de arte, o marchando en su pequeña carreta hacia las ciudades vecinas, para vender el fruto de su trabajo.
Y así fue que en una ocasión, cuando regresaba de la ribera del río Main, donde solía recoger la mayoría de su materia prima, y se dirigía a la ciudad de Killead con una carga de canastos, como el pequeño Lushmore caminaba muy despacio por culpa de su enorme joroba, se había hecho ya completamente de noche cuando llegó al viejo túmulo de Knockgrafton, un lugar que la mayoría de los aldeanos evitaban por las noches.
Lushmore se sentía agotado por la caminata, y al pensar que aún le quedaban varias horas por delante, decidió sentarse bajo el túmulo para descansar un rato y, para entretenerse, se puso a contemplar el rostro de la luna, que lo observaba solemnemente entre las ramas de un añoso roble.
Repentinamente, llegaron a sus oídos los extraños acordes de una misteriosa canción, y el jorobado comprendió inmediatamente que jamás había escuchado una melodía tan fascinante como aquélla. Sonaba como un coro de infinitas voces, donde cada uno de sus integrantes cantara en un tono diferente, pero sus voces se armonizaban unas con otras de tal forma que parecía que salieran de una sola garganta. Escuchando con atención, Lushmore pronto pudo distinguir la letra de la canción que constaba de sólo cuatro palabras que se repetían tres veces: «Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort», (Da Luan, Da Mori, augus Da Dardeen, en gaélico, literalmente «lunes, martes y también miércoles». Da Hena significa «jueves». Esta traducción corresponde a la versión de William Butler Yeats, mientras que Douglas Hyde relata haber escuchado esta leyenda en Connaught, con las palabras Peean peean daw peean, peean go leh agus leffin, que significan: «Un penique, un penique, dos peniques; un penique y medio, y medio penique») luego se producía una pausa y la tonadilla comenzaba de nuevo.
Lushmore escuchaba con el alma puesta en sus oídos y apenas respiraba por el temor a perder un sólo compás. Pronto comprendió que la canción provenía desde dentro del túmulo y, aunque al principio la música lo había ensimismado, con el paso del tiempo la letanía comenzó a aburrirlo, así que, aprovechando el intervalo que se producía después de las tres repeticiones de Da Luan, Da Mort, introdujo, con la misma melodía, las palabras «augus Da Dardeen»; luego siguió entonando Da Luan, Da Mort junto con las voces misteriosas y, cuando se produjo nuevamente la pausa, volvió a introducir su propio augus Da Dardeen.
Las hadas de Knockgrafton -porque no eran de otros las voces que entonaban aquella melodía- se maravillaron tanto al escuchar aquel agregado a su canción, que inmediatamente decidieron salir a buscar al genio cuyo talento musical hacía palidecer al de ellas; y así el pequeño Lushmore fue llevado hacia el interior del túmulo, a la velocidad de un tornado.
Una maravillosa vista acompañó su caída, mientras que la más excelsa de las músicas acariciaba sus oídos con cada uno de sus movimientos. Al llegar a su destino, la reina de las hadas y su séquito le depararon el más glorioso de los recibimientos, dándole una calurosa bienvenida, que llenó de gozo su corazón, y poniéndolo a la cabeza del coro; luego fue atendido a cuerpo de rey por una multitud de sirvientes y, en general, lo trataron como si fuera el hombre más importante del mundo.
Algo más tarde, mientras descansaba de su copioso banquete, Lushmore notó que las hadas se trababan en una ardorosa deliberación y, a pesar de la forma en que lo habían tratado, comenzó a sentir cierto temor hasta que la reina se acercó a él y le dijo:
¡Lushmore, Lushmore,
desecha todo temor,
esa giba que te aqueja
ya no te dará más dolor!
¡Mira al suelo y la verás
caerse con gran fragor!
Tan pronto como el hada pronunció estas palabras, el joroba¬do se sintió repentinamente tan leve y grácil que pensó que podría volar como los pájaros, o saltar a la luna de un solo brinco. Con inmenso placer escuchó un gran golpe y, cuando miró hacia abajo, vio la joroba caída a sus pies, como una masa de carne informe. Entonces intentó hacerlo que nunca había hecho en su vida: levantó la cabeza con precaución, temeroso de golpearse contra el techo de la habitación en que se encontraba, tan alto le parecía ser ahora y miró a su alrededor, admirando el panorama que se extendía, desde una altura desde la cual nunca había contemplado escenario alguno. Abrumado por las nuevas sensaciones que experimentaba, sintió que la cabeza le daba vueltas y más vueltas, y una nube pareció descender sobre sus ojos, hasta que cayó en un sueño profundo y, cuando despertó, se encontró tendido sobre la hierba, cerca del túmulo de Knockgrafton, al interior del cual las hadas lo habían llevado volando la noche anterior.
Al abrir los ojos, pudo ver que ya era de día, el sol brillaba cálidamente en el cielo y los pájaros cantaban en las ramas del roble que se extendían sobre su cabeza.
Su primera acción, luego de decir sus oraciones, fue llevar la mano a su espalda, para tantear su joroba y, al no encontrarla, se sintió transportado por la alegría, porque se había convertido en un hombre gallardo y elegante; más aún, al contemplarse en las aguas del Lough Neagh se vio vestido con ropas nuevas, que hasta eso habían hecho las hadas por él.
Recogió su mercadería, que estaba prolijamente acomodada sobre una de las piedras del túmulo, y reinició su interrumpido camino hacia Killead, ágil como una gacela y con un paso tan airoso como si toda su vida hubiera sido maestro de danzas. Al llegar a la ciudad, ninguno de los vecinos pareció reconocerlo sin su joroba, y le resultó difícil demostrarles que era el mismo Lushmore, el maestro mimbrero, que venía a entregarles sus pedidos.
No hace falta adelantar que no pasó demasiado tiempo antes de que la noticia de la desaparición de la giba de Lushmore corriera como reguero de pólvora por Killead y todos los pueblos cercanos, y que de todos ellos se acercaron a su choza multitudes de curiosos, a contemplar el milagro. Y así fue que una mañana, estando el mimbrero sentado frente a la puerta de su cabaña, trabajando con sus mimbres, una anciana se acercó a él y le pidió si podía indicarle el camino hacia Capagh, porque debía entrevistar¬se con un tal Lushmore, que allí vivía.
-No necesito indicarle nada, mi buena señora -respondió el aludido- porque usted ya está en Capagh y, para mayor precisión, le diré que se encuentra usted en presencia de la persona que está buscando.
-Me he llegado hasta aquí -agregó entonces la mujer- desde Mallow Fermoy, en el condado de Waterford, a muchos días de camino, porque oí decir que a ti las hadas te han quitado la joroba. Es que el hijo de una hija mía tiene una giba que va a causarle la muerte y quizás, si pudiera utilizar el mismo encantamiento que tú, se podría salvar. Así que te suplico que me enseñes el hechizo para tratar de curarlo.
Estas palabras conmovieron profundamente a Lushmore, que siempre había sido un hombre sensible, y le contó a la anciana todos los detalles de su aventura; cómo había agregado sus compases a la canción de las hadas de Knockgrafton y había sido transportado por ellas al interior del túmulo, cómo le había sido quitada mágicamente la joroba v cómo le habían regalado incluso un traje nuevo.
La mujer le agradeció sinceramente su relato y partió inmediatamente, con gran alivio en su corazón y ansiosa por poner en práctica las enseñanzas del maestro mimbrero. Una vez que hubo regresado a la casa de su nieto, cuyo nombre era Jack Madden, narró todo lo que había escuchado y, sin pérdida de tiempo, pusieron al pequeño jorobado sobre una carreta y emprendieron el camino hacia Knockgrafton. Era un largo viaje, pero a la anciana y su hija no les importaba, mientras que el muchacho fuera liberado de su deformidad.
Algunos días después, llegaron al túmulo, justo a la caída de la noche, dejaron al joven cerca de la entrada y se retiraron a una prudente distancia; lo que ni la madre ni la abuela tuvieron en cuenta fue que el jorobado, resentido por su deformidad, era un sujeto taimado y maligno, que gustaba de torturar a los animales y arrancarles las alas a los pájaros vivos y que, además, no tenía ni el más mínimo talento musical; pero eso es bastante comprensible, si consideramos que se trataba de su hijo y de su nieto, respectivamente.
No había pasado mucho tiempo desde que dejaran al joven jorobado cerca del túmulo, cuando éste comenzó a oír una suave melodía proveniente del túmulo que sonaba quizás más dulce que la que había escuchado Lushmore, ya que las hadas habían incorporado su agregado: «Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort, augus Da Dardeen», aunque esta vez no había pausa alguna, ya que las palabras del trenzado llenaban el espacio vacío.
Jack Madden, para quien su único propósito era liberarse de su giba, no prestó la menor atención a la canción de las hadas, ni buscó el momento ni el tono musical adecuado para introducir su propia variante, sino que lo hizo una octava más alta de lo que los intérpretes lo hacían. Así que, tan pronto como comenzaron a cantar, irrumpió, sin importarle el ritmo ni el tiempo, con su frase «au¬gus da Dardeen, augus da Hena», pensando que, si con un solo día de la semana, Lushmore había obtenido un traje, él probablemente obtendría dos.
Desafortunadamente, tan pronto como las palabras hubieron brotado de sus labios, fue elevado por los aires y precipitado al interior de la fosa, como su antecesor pero, a diferencia de aquél, las hadas comenzaron a congregarse a su alrededor, chillando, gritando y gruñendo:
-¿Quién es el que osa arruinar nuestra canción?
Hasta que una de ellas se acercó al joven, separándose del resto, y dijo:
-¡Jack Madden! Tu interrupción ha arruinado la canción que entonábamos con toda nuestra dedicación. Has profanado nuestro santuario, burlándote de nosotras, y mereces ser castigado severamente. ¡Por ello, desde ahora, llevarás dos jorobas en vez de una!
Alrededor de veinte de ellas -tan gráciles y pequeñas eran- trajeron la giba de Lushmore y la colocaron entre los hombros de Jack, encima de la suya propia, donde quedó tan fija como si hubiera sido clavada con clavos de seis pulgadas por un maestro carpintero. Luego echaron al desdichado del túmulo y cuando, por la mañana, su madre y su abuela lo vinieron a buscar, encontraron al joven medio muerto, tendido junto a la puerta del hillfort (del inglés hill = colina y fort, abreviatura de fortificación o fuerte).
¡Imaginen su espanto y su desesperación! Pero a pesar de su dolor, no se atrevieron a decir nada, por temor a que las hadas les pusieran otra joroba a cada una.
Y así regresaron con Jack Madden a su casa, con sus corazones y sus almas tan abatidos como nunca antes. Pero podían haberse ahorrado el esfuerzo; a causa del peso de la nueva joroba, sumado al anterior, y el trajín del largo y penoso viaje, Jack murió poco antes de llegar a su hogar. Sin embargo, al morir, sus dos jorobas desaparecieron misteriosamente. En las noches, junto al fuego, las ancianas cuentan a sus nietos que aquella terrible maldición fue llevada por las hadas de vuelta a Knockgrafton, ¡esperando a cualquiera que vaya a escuchar o intente interferir de nuevo el canto de las hadas de Knockgrafton! (Este mismo mabinogi (cuento, leyenda, relato) ha sido adaptado por W. Carleton como Los duendes de Knockgrafton, en que los personajes de la «gente pequeña» son duendes, en lugar de hadas).
Anónimo.