Una leyenda yace oculta dentro de la leyenda. El cuento dentro del cuento.
La historia de Elena, la blanca dama de la isla de Shalott, encerrada en una torre en la que un hechizo le obliga a mirar el mundo a través de un espejo. Confinada en su prisión de reflejos, The Lady of Shalot, se dedica a observar la refracción de la vida y a recrearla tejiendo tapices.
Una evocadora mezcla de mitos con viejas reminiscencias griegas que casi nos llevarían por los intricados senderos de la filosofía… Condenada a ver sólo una parte borrosa de la realidad dentro la cueva platónica, mientras envejece entre las desventuras homéricas de una Penélope tejiendo a la espera de su Ulises.
Y su Ulises, su Odiseo, también aparecería… no sé si tarde o temprano, pero llegó y lo hizo en forma de apuesto galán llamado Lancelot.
Elena, desconocida en Camelot, silenciosa entre el bullicio del reino, misteriosa hasta el punto de que nunca ha quedado claro si es hada, doncella encantada o simple dama prisionera de algún mal brujo, comienza a desesperarse encerrada en su torre. Quiere asomarse, mirar la vida a través de sus propios ojos. El tiempo se le hace lento, los tapices infinitos… ansía la realidad.
Sin embargo, para llegar a la consecución de la perfecta melancolía, del abandono absoluto, de la mirada de profunda tristeza que aparece en la dama del cuadro de Waterhouse, debemos avanzar en el tiempo. Dejar las rudas andanzas caballerescas medievales y dar un paso adelante hacia el romanticismo más extremo.
En el transcurso de esta historia, no obstante, necesitamos de nuevos elementos. El relato de Mallory carece de esa poesía, de esa desgarrada melancolía presente en la pintura. Sólo con él, no llegaríamos jamás a conseguir la total tristeza en la mirada de Lady Shalott.
Y el nuevo elemento se llama Lord Alfred Tennyson, un barón inglés que se convirtió en el biógrafo más personal que ha tenido Arturo. Sus libros sobre las leyendas de Camelot y el santo grial lo convirtieron en un escritor muy popular en su época y, lo que nos importa ahora, añadieron ese punto de decimonónico post-romanticismo que Waterhouse necesitaba para llegar a la inmensa tristeza en los ojos de lady Shalott.
Tennyson ofrecía una visión más melancólica que Mallory, pero sin que eso supusiera una ruptura en el desarrollo del proceso. Incluso llegó a incluir al viejo Thomas Mallory como uno de sus personajes, inmerso en las aventuras de Camelot. Un pequeño homenaje que Tennyson ofreció a uno de los primeros iniciadores de la saga artúrica.
El barón romántico escribió en 1832 su poema “The Lady of Shalott“. Un desgarrador, bucólico y poético escrito que supuso una de las piedras claves en la obra de Waterhouse.
Y en la oscura extensión río abajo, como un audaz VIDENTE en trance, contemplando su infortunio con turbado semblante, miró hacia Camelot. Y al final del día la amarra soltó, dejándose llevar; la corriente lejos arrastró a la Dama de Shalott.
El victoriano contó como pocos la triste historia de Elena. Su total abandono dejando deslizar la cuerda que amarra su barca, su evocadora rendición, su melancólica despedida. Su poesía, su literatura artúrica, nos acerca un poco más a los ojos de la dama de Waterhouse.
Pero aún queda un trecho. Dejamos a la curiosa dama de Shalott, en su isla, en su torre, cansada y aburrida de mirar el mundo a través de su espejo. Condenada a descubrir el mundo tan sólo mediante reflejos. Tejiendo lo que veía y consumiendo su vida entre hilos y husos.
Entonces llegó Lancelot. Y no pudo evitarlo.
La maldición se cumplió. El espejo se rompió y un susurro le anunció su final. Un triste final. Los tapices volaron llevados por el viento y la dama de Shalott supo que su destino se cumpliría ese mismo día.
Abandonó la torre y subió a una barca. Ella misma sería su caronte. Su final sería su rendición. Su abandono, su conformidad, su melancólica huída. Todo eso plasmado en un óleo sobre un lienzo de metro y medio de alto por dos de ancho.
En el cuadro de Waterhouse, el primero de una trilogía que, curiosamente, transcurre al revés en el tiempo, la dama blanca de Shalott, subida a su barca, mira hacia Camelot con una de las miradas más intensas de toda la Historia de la Pintura.
Su vida, reflejada en la metáfora de unas velas que se apagan y un candil al que apenas le queda un soplo, se le escapa entre las manos como la cuerda que suelta la barca hacia el final.
Un cuadro que ha necesitado seis siglos. Una estampa que, junto con los toques de naturaleza prerrafaelita, el misticismo medieval y la leyenda suspirada por los años, colocan a la dama de blanco en el centro. En ella, sólo cabe la desazón, la tristeza de lo que no ha sido, la mirada profunda que, por alguna razón, asume lo que será.
Una evocadora mezcla de mitos con viejas reminiscencias griegas que casi nos llevarían por los intricados senderos de la filosofía… Condenada a ver sólo una parte borrosa de la realidad dentro la cueva platónica, mientras envejece entre las desventuras homéricas de una Penélope tejiendo a la espera de su Ulises.
Y su Ulises, su Odiseo, también aparecería… no sé si tarde o temprano, pero llegó y lo hizo en forma de apuesto galán llamado Lancelot.
Elena, desconocida en Camelot, silenciosa entre el bullicio del reino, misteriosa hasta el punto de que nunca ha quedado claro si es hada, doncella encantada o simple dama prisionera de algún mal brujo, comienza a desesperarse encerrada en su torre. Quiere asomarse, mirar la vida a través de sus propios ojos. El tiempo se le hace lento, los tapices infinitos… ansía la realidad.
Sin embargo, para llegar a la consecución de la perfecta melancolía, del abandono absoluto, de la mirada de profunda tristeza que aparece en la dama del cuadro de Waterhouse, debemos avanzar en el tiempo. Dejar las rudas andanzas caballerescas medievales y dar un paso adelante hacia el romanticismo más extremo.
En el transcurso de esta historia, no obstante, necesitamos de nuevos elementos. El relato de Mallory carece de esa poesía, de esa desgarrada melancolía presente en la pintura. Sólo con él, no llegaríamos jamás a conseguir la total tristeza en la mirada de Lady Shalott.
Y el nuevo elemento se llama Lord Alfred Tennyson, un barón inglés que se convirtió en el biógrafo más personal que ha tenido Arturo. Sus libros sobre las leyendas de Camelot y el santo grial lo convirtieron en un escritor muy popular en su época y, lo que nos importa ahora, añadieron ese punto de decimonónico post-romanticismo que Waterhouse necesitaba para llegar a la inmensa tristeza en los ojos de lady Shalott.
Tennyson ofrecía una visión más melancólica que Mallory, pero sin que eso supusiera una ruptura en el desarrollo del proceso. Incluso llegó a incluir al viejo Thomas Mallory como uno de sus personajes, inmerso en las aventuras de Camelot. Un pequeño homenaje que Tennyson ofreció a uno de los primeros iniciadores de la saga artúrica.
El barón romántico escribió en 1832 su poema “The Lady of Shalott“. Un desgarrador, bucólico y poético escrito que supuso una de las piedras claves en la obra de Waterhouse.
Y en la oscura extensión río abajo, como un audaz VIDENTE en trance, contemplando su infortunio con turbado semblante, miró hacia Camelot. Y al final del día la amarra soltó, dejándose llevar; la corriente lejos arrastró a la Dama de Shalott.
El victoriano contó como pocos la triste historia de Elena. Su total abandono dejando deslizar la cuerda que amarra su barca, su evocadora rendición, su melancólica despedida. Su poesía, su literatura artúrica, nos acerca un poco más a los ojos de la dama de Waterhouse.
Pero aún queda un trecho. Dejamos a la curiosa dama de Shalott, en su isla, en su torre, cansada y aburrida de mirar el mundo a través de su espejo. Condenada a descubrir el mundo tan sólo mediante reflejos. Tejiendo lo que veía y consumiendo su vida entre hilos y husos.
Entonces llegó Lancelot. Y no pudo evitarlo.
La maldición se cumplió. El espejo se rompió y un susurro le anunció su final. Un triste final. Los tapices volaron llevados por el viento y la dama de Shalott supo que su destino se cumpliría ese mismo día.
Abandonó la torre y subió a una barca. Ella misma sería su caronte. Su final sería su rendición. Su abandono, su conformidad, su melancólica huída. Todo eso plasmado en un óleo sobre un lienzo de metro y medio de alto por dos de ancho.
En el cuadro de Waterhouse, el primero de una trilogía que, curiosamente, transcurre al revés en el tiempo, la dama blanca de Shalott, subida a su barca, mira hacia Camelot con una de las miradas más intensas de toda la Historia de la Pintura.
Su vida, reflejada en la metáfora de unas velas que se apagan y un candil al que apenas le queda un soplo, se le escapa entre las manos como la cuerda que suelta la barca hacia el final.
Un cuadro que ha necesitado seis siglos. Una estampa que, junto con los toques de naturaleza prerrafaelita, el misticismo medieval y la leyenda suspirada por los años, colocan a la dama de blanco en el centro. En ella, sólo cabe la desazón, la tristeza de lo que no ha sido, la mirada profunda que, por alguna razón, asume lo que será.